Nos fuimos hasta el último extremo del rompeolas. Allí, donde las gaviotas espiaban todos los movimientos de las personas que pasaban, por si acaso se caía algún un trozo de pan o cualquier alimento apetecible. El cielo amenazaba lluvia y, a través de las nubes grises, traspasaba la luz intensa propia de la estación de verano. El viento sacudía nuestro pelo, lo enredaba, y la humedad contribuía a ello. De vez en cuando, nos asomábamos. Si llegaba una potente ola, chocaba contra las rocas llenas de mejillones y nos salpicaba en la cara, dejándonos a nuestro favor saborear la salitre que nos quedaba en los labios. ¡Cuánto lo había echado de menos! No era lo mismo en aquella ciudad sin costa, sin gaviotas, sin mar... y pronto terminaría el verano y debería volver a seguir la carrera en la universidad.
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