3 ene 2012

ESCUELA PARA NUEVOS RICOS

-Pues yo creo que...- lo que Max creía en aquel momento no se supo jamás, porque quedó instantáneamente callado al tropezar sus ojos con algo que le pareció un prodigio. El prodigio era la figura de Diana, de pie entre el grupo de sus amigas, con una cortés sonrisa en los labios y la mirada <<ausente>> de todo aquello. Max la miró, preguntándose interiormente si la joven era una persona de carne y hueso o una deidad bajada del Olimpo para cenar con sus damas de honor.

Llevaba un encantador vestido-encantador y original, como todo lo de Diana-, de un tono ambarino, ligero y vaporoso, con el que armonizaba el dorado cabello, semejante a una continuación del traje que hubiese empalidecido hasta adquirir aquel matiz de espiga madura. Max admiró la línea del suave rostro, de óvalo perfecto, los grandes ojos castaños, la dulzura de la sonrisa  y el encanto juvenil que emanaba de ella. Y en acto pensó, con la seguridad que le daba la costumbre de obtener cuanto quería: <<¡Tengo que hablarle!¡Tengo que decirle lo preciosa que es y lo maravillosa que me parece! Tengo que...>>

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Max suspiró y, recostándose en el tronco de un árbol, dejó perder su mirada en la línea lejana del horizonte. Evitaba mirar a Diana, porque le producía un dolor insoportable el ver su demacrado rostro. Parecía imposible que en sólo tres días se hubiese desmejorado tanto. Claro que el menú de dátiles a todas horas o de higos chumbos comenzaba a asquearles. Quedaba el recurso de comer pájaros. Pero...¿crudos? ¡Horror! Aquellas situaciones sólo eran soportables en las novelas. Invariablemente, sus protagonistas, apenas llegaban a una isla desierta, frotaban una piedra con otra y en el acto, con la rapidez de un encendedor automático, surgía una hermosa llama, que en seguida prendía en el haz de las ramas secas preparado para el caso. Con el caparazón de una tortuga-olvidado en la playa por su dueña en un imperdonable descuido- se formaba un recipiente para guisar, y una vez convenientemente colocado sobre el fuego, se depositaba en el interior del magnífico besugo recién pescado con una caña hecha de una rama, una liga y un gusano.

Pero eso sólo ocurría en las novelas. Él considerábase una calamidad porque por más que frotaba las piedras no conseguía que produjesen la menor chispa, ni encontraba caparazones de tortuga, ni conseguía el menor triunfo como pescador.

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